Se me hizo fácil
5 de agosto de 2024
Por Ángel Dehesa Christlieb
De Pachucos y Rumberas
“El baile es la expresión vertical de un deseo horizontal”- Ángel Dehesa, a sus 22 años.
“Quien no conoce Los Ángeles, no conoce México”, reza el letrero sobre la puerta de entrada que da a las calles de la bravísima colonia Guerrero, a través de la cual se accede a un universo donde el ayer se respira en cada rincón, mientras que el hoy se escucha en las notas que hacen sonar los instrumentos y las voces de la Santanera, los Reyes del Mambo y el Conjunto África.
Me gustan los bailes de salón, sobre todo esos momentos en el que la complicidad de cuerpo, alma y mente se manifiesta sobre la madera, bien pulida a taconazos y deslices de suela, de la pista de la única catedral del baile fino que sobrevive en nuestra ciudad capital.
El Salón Los Ángeles no vive sus mejores tiempos, pero, como el Juárez de aquel danzón de Esteban Alfonzo, no debe de morir, porque ya bastantes espacios entrañables se han vuelto tiendas de autoservicio y con cada uno se va un pedazo del alma de mi ciudad.
Inaugurado en 1937, por la familia Nieto, en cuyas manos se mantiene hasta hoy, era una antigua bodega de carbón, ubicada frente a la protectora cúpula de la iglesia de nuestra Señora de los Ángeles, que poco a poco se recupera de los daños del temblor del 17.
Tuvo su época dorada a mediados del siglo pasado, cuando fue visitado por artistas de la talla de Dámaso Pérez Prado o “El Bárbaro del Ritmo”, Beny Moré, quien, según me cuenta Miguel Nieto Cifuentes, bisnieto del fundador del lugar, escribió la letra de “Bonito y Sabroso” en una de las mesas del lugar.
Miles de historias que han escrito y se siguen escribiendo, a media luz, con las parejas que, durante años, han hecho de este espacio el lugar para entretejer figuras a ritmo tropical, mientras escuchan la música con los oídos y se intuyen y perciben el uno al otro con la piel y los sentidos.
Suena “Sombrita de Cocales” de la Auténtica Sonora Santanera de Gildardo Zárate.
Una pareja, ambos rayan los 60.
Él, de azul, pachuco, vistoso saco de amplios vuelos, pantalón ancho, zapatos bicolores, blancos con plateado, hebilla de cinturón en forma de corona y sombrero con plumas de colores.
Alto, tez cobriza, bigotes con guía bien encerada, no sé a qué se dedique en sus horas bajo el sol, pero, hoy, esta noche, sobre la duela del salón, es un rey.
Ella, rumbera, con las piernas largas, zapatos de tacón, calzón breve y top que dejan al aire un abdomen, no perfecto, pero sí armonioso y la cara recorrida por arrugas que dan testimonio de toda una vida dentro y fuera de los entarimados, con un tocado blanco en la cabeza, adornado con luces que se prenden y apagan.
Ambos vienen a festejar la vida, a encontrarse y reencontrarse una vez tras otra, acercando y alejando su piel según lo dicte la canción en turno, saltando sobre las puntas de los pies en el cha, cha, cha, con vistosa sobriedad, reemplazando la agilidad de la juventud con el oficio y pulcritud que dan las horas y horas de bailar juntos.
Se escucha “Perfume de gardenias” y sus ojos se encuentran por un momento, la complicidad y la atracción son evidentes, los cuerpos se tocan en un abrazo y, como dice la canción, se mueven “cual ondas en la mar”.
El tiempo para ellos se detiene, el mundo no existe más que en los ojos y en el cuerpo del otro, ellos son uno y no hay nada más, las miradas clavadas, los cuerpos trenzados al ritmo de los acordes del boricua Rafael Hernández.
En las últimas sílabas de “perfume del amor”, los labios, que se habían buscado durante toda la pieza, se encuentran, finalmente, en un beso que, al terminarse, los devuelve a la realidad por un momento…
Hasta que empieza la siguiente canción.
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