El Ángel de la Gaceta
10 de mayo de 2024
Por Ángel Dehesa Christlieb
La Muerte de Pedro Infante
Una amiga, recién reencontrada, a la cual llamaré “Ana del Aire”, que escribe mejor de lo que se imagina y transita el complicado camino de la soltería reciente, se preguntaba, en uno de sus posts, acerca de la pertinencia de desear que el hombre que quisiera compartir su tiempo fuera como los caballeros de antaño y la cortejara como tal.
A principios de siglo, cuando transitaba mis veintes, mi hermana festejó su cumpleaños en casa de mi mamá y yo, que venía saliendo de una mala relación, invité a una antigua compañera de trabajo, ya saben, de esas con las que siempre hubo una atracción e incluso unos besos en el elevador, aunque las cosas nunca pasaron a más.
Hasta esa noche.
A la mañana siguiente, salió sin zapatos y por la puerta trasera para no despertar a ninguna de las habitantes de la casa de mi madre las cuales, en ese entonces, incluían a la citada progenitora (feliz día mamá), a mis dos hermanas, a Jose y a Lola que trabajaban en la casa, a una pastor alemán y a una golden retriever.
Como pueden ver, uno de los daños colaterales del muy amigable y civilizado divorcio de mis papás fue el dejarme atrapado tras las “líneas enemigas” con puras mujeres de carácter fuerte, incluyendo mi abuela María, las cuales me enseñaron el valor de la caballerosidad, la ternura y los buenos modos, no como un símbolo de propiedad o superioridad, sino como una elemental cortesía y la piedra angular de una convivencia civilizada.
Mi lección definitiva llegó días después del encuentro referido.
Durante ese tiempo, mi Pedro Infante interno, en su papel de Pepe el Toro, se dedicó a hostigarme, diciéndome que mi amiga me había dado su “flor más preciosa” y que mi deber como “hombre de bien” era “cumplirle” como los machos.
Marqué su teléfono y, con voz temblorosa, me confesé el más miserable de los gusanos, el peor de los insectos, el cerdo más puerco y el cochino más marrano pero, en ese momento, yo no quería una relación e imploraba su perdón, aunque estaba seguro de que mis palabras y mi lejanía le causarían traumas que la llevarían a cometer los pecados más inconfesables, a volverse americanista y a terminar su vida, años después, ingiriendo agua contaminada de la Benito Juárez.
Ella me interrumpió “a ver, hicimos algo de lo que los dos teníamos ganas hace tiempo, me gustó y a ti también, no te hagas. Podemos seguirnos viendo si los dos queremos y no pasa nada si no quieres, pero, eso sí, el hecho de seguirnos viendo no quiere decir que siempre vamos a tener sexo ¿ok?”
Mi Pedro Infante interno desapareció como la dignidad de Sandra Cuevas cuando se cambió de partido, o como el buen gusto de Layda Sansores cuando… bueno dejémoslo así.
Y no hubo nada más liberador.
Entendí que las relaciones de pareja, casuales o permanentes, no deben ser producto de la culpa, ni de las obligaciones que la “buena sociedad” nos dicta como “propias de nuestro sexo”, sino de consensos alcanzados exclusivamente por los directamente involucrados y me di cuenta de que, para lograr dichos acuerdos, externar mis miedos, inseguridades, deseos y/o necesidades no era solo deseable, sino esencial.
En resumen, que lo mejor que podía y puedo ser y hacer es ser yo.
Y me lo recuerdo constantemente porque, cuando lo he olvidado, las cosas no salen bien.
Te lo digo Angel, para que me escuches Ana
Es viernes y, si queremos que siga habiendo más madres para festejar en su día…
Hoy toca.
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