El Ángel de la Gaceta : Salgari y yo

El Ángel de la Gaceta

4 de julio de 2024

Por Ángel Dehesa Christlieb

Salgari y yo

MI relación con los libros comenzó desde muy pequeño, en mi casa, mis papás ejercicio no hacían mucho, pero siempre los veía leyendo y siempre hubo libreros repletos a donde quiera que volteara.

La lectura, en ese momento, era para mí una manera de vincularme con mi papá, ya que podíamos hablar durante horas de aquellas novelas de Salgari que me compraba, editadas por Porrúa en la colección “Sepan cuántos”, que tenían como característica estar impresas a doble columna además de ser prologados por una mujer llamada María Elvira Bermúdez.

Sandokán, Yáñez, el Corsario Negro, el Capitán Tormenta, Cabeza de Piedra y demás personajes que recorrían los mares, selvas y desiertos de lugares tan exóticos como Borneo (en donde había tribus de “dayakos” cazadores de cabezas) o peleaban contra los turcos en el sitio de Famagusta en Chipre o, en el caso del Corsario Negro, se movían por las selvas latinoamericanas, llegando incluso al Fuerte de San Juan de Ulúa.

Todas estas historias tenían descripciones larguísimas, ya fuera del lujoso atuendo del Tigre de la Malasia, que siempre vestía un turbante de seda “rematado en su frente por un diamante del tamaño de una nuez” (no sé si de Castilla o de la India, pero de que era caro, era caro), o de los paisajes de la selva, de los uniformes y rangos del ejército otomano o de la voluptuosa figura de una “bayadera” de la India.

Después supe que estas novelas se publicaban por entregas en revistas italianas del siglo XIX y que, entre más pudiera el autor prolongar la historia, más dinero le pagaban, de ahí que Salgari fuera tan prolijo en sus narraciones, al grado de pasarse dos páginas explicándonos como era un plátano, solo para sacarle una lira más a su editor.

Eran también unos tragediones dignos del horario estelar del canal de las estrellas, al Corsario Negro le mataban a todos los hermanos y se enamoraba de la hija de su acérrimo enemigo, luego a Sandokan le mataban los ingleses a toda su familia, se enamoraba de Mariana Guillonk, “la Perla de Labuán”, mujer inglesa y, cuando por fin lograban casarse, ella moría de cólera, porque se ve que la vigilancia epidemiológica en los barcos piratas dejaba mucho que desear.

La lectura de estos textos a muy temprana edad me ganó la admiración de mis maestros, que no podían creer que un mocoso de primero de primaria usara el término “recamado”, en lugar de “bordado”.

No me hacía tan popular con mis compañeros, especialmente porque me ponía a leer en medio del patio donde jugaban futbol, por lo que recibí varios balonazos en plena trompa que me sacaban las lágrimas como al Capitán Tormenta (que no era capitán, ni se llamaba Tormenta), cuando le matan a su prometido El Vizconde LeHussiere.

Intenté también, después de convivir con tantos títulos nobiliarios, orientales y occidentales, referirme a mí mismo en tercera persona y que mis familiares se dirigieran a mí como “comendador de los creyentes”

La iniciativa fue desechada en comisiones.

Hoy, leo otras cosas, algunas las disfruto, otras no tanto y otras me rebasan (yo no creo en acabar libros a fuerza).

Con algunas, pocas, regreso a mis tiempos con Salgari y soy feliz porque me llevo el recuerdo de un lugar, una persona, una vida algo o alguien que nunca he visto, pero que ya conozco.

¿Ustedes qué leían?

Cualquier correspondencia con esta literaria columna favor de dirigirla a www.angeldehesac.com

Me ayudan mucho compartiéndola con el siguiente enlace.

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