Se me hizo fácil…
24 de julio de 2024
Por Ángel Dehesa Christlieb
Ahora que vivo en la San Pedro de los Pinos y tengo que ir a la Colonia del Valle paso mucho por el parque de la Colonia Nápoles, concretamente por la calle de Georgia, en la cual se encontraba el departamento donde vivía mi abuelita Margarita (no le gustaba que le dijeran abuela), junto con mi tía, que también se llama Margarita, aunque en la familia la conocemos como la Güera y, en el ámbito la salud, la conocen como la doctora Dehesa, una de las mejores hepatólogas del mundo.
El edificio seguramente sigue ahí, solo que no me acuerdo qué número era, porque no me interesan tanto los detalles, sino los recuerdos que tengo de las tardes que pasábamos ahí, sobre todo mis primeros cuatro años de vida, cuando era el único nieto y, por ende, el centro de atención de mi abuelita, mi tía y Aurora, quien llegó a los 17 años a ayudar a casa de la familia Dehesa y sigue ahí, a los 80 años, con la Güera, en su departamento de Saturnino Herrán, con una dinámica digna de la Casa de los Famosos.
En esa casa (la de Georgia) tuve mi primer encuentro con un libro, un diccionario Larousse ilustrado de pasta dura, que yo conocía como “el libro de las armaduras”, por las ilustraciones que tenía en el medio, además de un disco de 45 revoluciones del Peter Pan de Walt Disney, en el cual los indios cantaban “es más fácil decir jau que decir cómo has estau” y aquella de “siempre será, su nombre… mamá”, que le cantaba Wendy a los Niños Perdidos.
Ahí también fue donde expresé, por primera vez, mi disgusto por el flan, cuando, a los dos años, después de que Aurora y mi abuelita cocinaron durante horas solo para que el pequeño sultancito, o sea yo, tuviera a bien escupir el primer bocado y, para empeorar, lo hizo sobre el mantel bueno de Margarita.
En mi defensa, puedo decir que, hoy en día, hay pocas cosas que no me como.
Aunque el flan nunca fue lo mío, en casa de mi abuelita sí me comí y aprendí a decir “zapote”, antes que a caminar, además de probar por primera vez los huauzontles, los peneques y la sopa de lentejas.
Según me cuentan Aurora y mi tía, lo que realmente me gustaba era cuando, después de la comida, me calzaban mis zapatos “Blasito” y sacaban a pasear al parque, a correr y a subirme a la resbaladilla y al sube y baja, aunque, según me dicen, lo que más feliz me hacía era ver pasar las revolvedoras, con sus mezcladoras girando y haciendo un gran ruido.
Hoy, el parque está completamente irreconocible, hay más juegos y un espacio para perros y mucha más gente de la que yo recuerdo, aunque me da gusto que muchos niños estén ahí.
En la esquina hay un escandaloso restaurante de mariscos y el tráfico que cruza por Georgia para llegar a Insurgentes es bastante nutrido.
Poco queda de lo que yo recuerdo, mi abuelita Margarita murió en 1990, durante mi primer año de preparatoria, el cual estudié en Dallas, Texas.
Mis papás, todavía no sé por qué, tomaron la decisión de no decírmelo hasta que regresé a México, supongo, y no estoy de acuerdo, que quisieron ahorrarme un disgusto, pero, más bien, me quitaron la oportunidad de despedirme.
Ya fue… creo.
Cuando vuelvo a pasar por ahí, busco, casi siempre sin éxito, alguna revolvedora y trato, también sin lograrlo, de distinguir el edificio y a mi abuelita.
Podría preguntar cuál es el número del edificio… pero sé que ya no es el mismo.
Un abrazo Margarita.
Cualquier correspondencia con esta giratoria columna diríjanla al www.angeldehesac.com
Me ayudan mucho compartiéndola con este enlace.
2 comentarios
Agradezco el recordar al maese Germán.
Me interesan tus reseñas, al parecer, somos contemporáneos por haber vivido mucho de lo que has escrito.
Suerte
Yo también vuelvo a pasar por las casas donde viví de niña. Dicen que uno siempre vuelve al lugar donde fue feliz