Se me hizo fácil
28 de noviembre de 2024
Por Ángel Dehesa Christlieb
Día de Gracias
Para mí, dar las gracias debería ser cosa de todos los días.
Está demostrado que practicar el agradecimiento es uno de los grandes catalizadores de la felicidad, porque nos obliga a darnos cuenta de las cosas buenas que hay en nuestra vida, en contrapeso al reflejo natural de la mente de centrarse y estacionarse en los errores, en las carencias, reales o imaginarias y en todo lo que no va como nosotros quisiéramos.
Yo tengo mucho que agradecer en mi vida, pero hoy especialmente quiero dar las gracias porque, desde hace ya casi seis años, mi sobrino Santiago está presente en mi vida.
No es porque sea mi pariente, pero es un niño muy guapo, con un alma buena y con un enorme deseo de conocer y aprender cosas, además de la más distintiva cualidad de su herencia materna: ser una perfecta mula desorejada.
Ocasionalmente, cuando sus padres no pueden ir por él al Montessori que infesta cada mañana, me toca fungir como UBER de lujo del pequeño sátrapa quien, como buen hijo, sobrino y nieto único, ha ido desarrollando una precoz capacidad de dar órdenes comparable a la de cualquier sargento de infantería de marina, además de una obsesión por la puntualidad (cuando de recogerlo a él se trata), que ríete de cualquier inglés promedio.
Un día llegué a las 13:32 en lugar de las 13:30, el mini pachá apareció en la puerta del colegio, con los brazos en jarras y el ceño fruncido, tocándose la muñeca con el dedo y diciéndome “¿qué pasó Ángel?” en actitud de patrón a punto de solicitar que me presentara en recursos humanos, para dejarles mi gafete y mi pase de estacionamiento o, mínimo, para firmar un acta administrativa por incumplimiento de funciones.
Estoy seguro de que, si por el fuera, me pediría llegar por él en librea, guantes y gorro militar, además de tener que azotar mis talones como oficial de la Wermacht alemana cuando le abra la puerta para entrar.
Una vez instalado en el asiento trasero, el pequeño Lord solicita que se ponga el podcast de “La Corneta”, una costumbre que le fomenté sin querer cuando comencé a ir por él y yo pensaba que estaba dormido, pero no era así.
Supongo que lo condené a no brillar nunca en sociedad, pero Santiago se divierte y es parte de las cosas que compartimos él y yo, además de las salidas al jardín con los perros y comprar donas en el Globo los viernes.
Si me toca ir por él un miércoles también hay que llevarlo a la natación, lo cual requiere de una logística más precisa y complicada que la toma de posesión de Trump, si Trump usara bata de baño, gorra de hule, Crocs y bata de dinosaurio.
Hoy fue uno de esos días.
Llegamos a la alberca, donde el pequeño tritón removió ropa deportiva, se enjuagó en la regadera y se arrojó a la alberca como Neptuno en shorts y comenzó su lección con unas poderosas brazadas de crawl.
Todo iba bien, hasta que se abrió la puerta y entró una pequeña Mata Hari la cual, con el cinismo propio de quien se sabe impune, dijo “he llegado tarde, maestra” y procedió a ingresar a la a alberca, ante la abierta mandíbula de mi pequeño atleta, quien, desde ese momento, se olvidó de su entrenamiento para los Juegos Olímpicos y se dedicó a corretear a la pequeña agente secreta por la alberca hasta que la maestra los regañó por jugar y no poner atención.
La pequeña criminal se limitó a sonreír, mientras mi sobrino solo la miraba, con esa cara que tenemos los hombres cuando la luz está prendida, pero no hay nadie adentro.
Para terminar la clase, su maestra los hizo pararse sobre una tabla cuadrada y, mientras les pedía que pusieran sus manos en cabeza, rodillas y hombros mientras ella movía la tabla hasta que el infante en cuestión se cayera al agua.
“¿Cómo se llama esa maniobra ¿la estabilidad del peso en el México contemporáneo?”, preguntó el ingenuo tío a la profesora.
“Es un ejercicio que, de manera lúdica, estimula el equilibrio y la conciencia corporal”, me respondió con aire de suficiencia y después… procedió al tiro de gracia.
“¿Y usted… es su papá o su abuelito?”
Y el tío se tiró a la alberca.
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